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encarnados tenía en la cueva su misteriosa morada.
Este gigante debía de ser hermano, o por lo menos primo, de otro, no se sabe si tan grande, pero sí con
los ojos rojos, que en época de mayor candidez y de mayor temor de Dios aparecía en Donosti, entre las
rocas de la Zurriola, con un pez en la mano, y a quien se le preguntaba:
¿Onentzaro begui gorri
Nun arrapatu dec array hori?
(Onentzaro, el de los ojos encarnados, ¿dónde has cogido ese pez?)
Y el pobre gigante de los ojos encarnados, en vez de desdeñar la pregunta impertinente de su inter-
locutor, contestaba con amabilidad:
Bart arratzean amaiquetan
Zurryolaco arroquetan
(Ayer noche, a las once, en las rocas de la Zurriola.)
No sé a punto fijo en qué categoría colocaba Yurrumendi a su gigante de los ojos encarnados; pero creo
que no le consideraba a la altura de la Egan-suguia, la gran serpiente alada del Izarra, con sus alas de
buitre, su cara siniestra de vieja y su aliento infeccioso.
Nos hablaba también Yurrumendi de esos pulpos gigantescos con sus inmensos tentáculos, que pueden
hacer naufragar una fragata; del mar de los Sargazos, en donde se navega por tierra, por verdadera tierra,
que se abre para dejar pasar un buque; de los países donde nievan plumas; de los delfines, que tienen esa
extraña simpatía mal explicada por los hombres; de las sentimentales ballenas, cuya desgracia es pensar
que la humanidad estima más su aceite que su melancólico corazón; de los mil enanos jorobados y extrav-
agantes de las costas de Noruega; de las serpientes de mar que persiguen, aullando, a los barcos; de la
araña del Kraken, en el pino de Portland, en Inglaterra, y de ese monstruo terrible del maelstrom, cuyas
fauces sorben el mar y tragan las imprudentes naves haciéndolas desaparecer en sus gigantescas
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
entrañas. También le daba mucha importancia a la Curcushada (los cuernos de la luna), que creía que tenía
una gran relación con la vida de los hombres.
Otro de los motivos favoritos de Yurrumendi era la descripción de la isla del Fuego, en donde él había
estado alguna vez. En la cumbre de esta montaña inaccesible arde un fuego intermitente que se enciende
de noche y se apaga de día.
Alguno pensaba que quizá se trataba de un volcán cuyas llamas no se pueden ver a la luz del sol; pero
Yurrumendi aseguraba que esta hoguera la hacían todas las noches las almas de los marineros del céle-
bre pirata Kidd, que guardan allí un inmenso tesoro escondido.
Otra de las cosas más interesantes que algunos llegaban a ver en el mar, según Yurrumendi, era un
buque fantasma, tripulado por un capitán holandés. Este perdido, borracho, blasfemador y cínico pirata
anda, con un equipaje de canallas, haciendo fechorías por el mar. Si el maldito holandés se acerca al barco
de uno, el vino se agria, el agua se enturbia, la carne se pudre. Si le envía a uno una carta, ya puede no
leerla, porque se vuelve loco inmediatamente; tales absurdos y mentiras dice.
Yurrumendi contaba que sólo una vez había visto, a lo lejos, al maldito holandés; pero, afortunadamente,
no se le había acercado.
Otras veces, el viejo marino nos contaba una serie de crueldades horribles: piratas que mandaban cor-
tar la lengua o las manos a los que caían en su poder; otros que echaban al agua a sus enemigos, meti-
dos en una jaula y con los ojos vaciados. Nos hacía temblar, pero le oíamos. Hay un fondo de crueldad en
el hombre, y sobre todo en el niño, que goza oscuramente cuando la barbarie humana sale a la superficie.
Casi siempre, al hablar de las piraterías y de las brutalidades de los barcos negreros, Yurrumendi solía
recordar una canción en vascuence.
-Esta canción -solía decir- la cantaba Gastibeltza, un piloto paisano nuestro, de un barco negrero en
donde yo estuve de grumete. Gastibeltza solía cantarla cuando dábamos vuelta al cabrestante para levan-
tar el ancla o cuando se izaba algún fardo.
-¿Cómo era la canción? -le decíamos nosotros, aunque la sabíamos de memoria-. ¡Cántela usted!
Y él cantaba con su voz ronca de marino, formada por los fríos, las nieblas, el alcohol y el humo de la
pipa:
Ateraquiyoc
Emanaquiyoc
Aurreco orri
Elduaquiyoc
Orra! Orra!
Cinzaliyoc
Asastarra oh! oh!
Balesaquiyoc
Lo que quería decir en castellano: «¡Sácale! ¡Dale! A ése de adelante, agárrale. Ahí está, ahí está, cuél-
gale, marinero, ¡oh!, ¡oh! Puedes estar satisfecho».
Nadie cantaba esta canción como Yurrumendi; al oírla, yo me figuraba una tripulación de piratas al abor-
daje, trepando por las escaleras de un barco, con el cuchillo entre los dientes.
Para Zelayeta y para mí, los relatos de Yurrumendi fueron una revelación. Estábamos decididos;
seríamos piratas, y después de aventuras sin fin, de desvalijar navíos y bergantines, y burlarnos de los
cruceros ingleses; después de realizar el tesoro de viejas onzas mejicanas y piedras preciosas, que ten-
dríamos en una isla desierta, volveríamos a Lúzaro a contar, como Yurrumendi, nuestras hazañas. Si por
si acaso teníamos loro, para que no nos denunciase, como contaba la Iñure, le ataríamos una piedra al
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