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Alude a Oliverio Cromwell y a la decapitación de Carlos 1.
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impotencia del rey niño, y el Seymour triunfante figuraba ahora junto al trono, como lord
protector, aunque el mismo no supiera bien decir a quien protegía, porque a su familia no
por cierto. Y en todo caso puede afirmarse, sin extremo, que no hubo ya protección para
las cosas humanas ante la avaricia de aquellos caníbales protectores. Disolución de los
monasterios hemos dicho; pero aquello fue más bien la ruina de toda la antigua
civilización. Leguleyos, lacayos, prestamistas, los más bajos entre los afortunados,
saquearon el arte y la economía de la vida medieval, como ladrones que saquearon un
templo. Sus nombres, cuando no los cambiaron por otros, son los nombres de los grandes
duques y marqueses de nuestros días.
Pero si paseamos la mirada por nuestra historia, 4 veremos que el acto de destrucción
más fundamental ocurrió cuando la gente armada de los Seymours pasó del saqueo de
los monasterios al saqueo de los gremios. Las «Trade Unions» medievales se derrum-
baron; la soldadesca arruinó sus edificios, y sus fondos vinieron a manos de la nueva
nobleza. Y este simple incidente conserva todo su sentido, a despecho de la afirmación,
verdadera en sí misma, de que ¡os gremios, como todas las demás cosas por entonces, no
estaban ya en pleno apogeo. Nada hay mejor que el sentido de la proporción; podrá ser
cierto que César no se sentía muy bien de salud aquella mañana de los idus de marzo ;
pero decir que los gremios desaparecieron por simple decadencia, sería como asegurar
que César pereció tranquilamente, y debido al proceso natural de una enfermedad, al pie
de la estatua de Pompeyo.
XII
ESPAÑA Y EL CISMA DE LAS NACIONES
La revolución producida por lo que llamamos el Renacimiento, y cuyo resultado fue
para algunos países lo que llamamos la Reforma, causó dentro de la política interior de
Inglaterra un efecto drástico muy preciso: tal fue el acabar con las instituciones del pobre.
No fue este su único efecto, pero sí el más visible. De entonces proceden todos los
actuales problemas del capital y el trabajó. Hasta que punto hayan podido contribuir a
ello las teorías teológicas en boga, es materia que se presta a muchas controversias. Pero
nadie podrá negar, en vista de los hechos mismos, que la misma época y circunstancia
que dieron origen al cisma religioso dieron origen al actual estado de anarquía de los ri-
cos. Aun el protestante más extremado admitirá que él protestantismo, cuando no haya
sido aquí una causa, fue un pretexto; y el más extremado católico admitirá que el
protestantismo, cuando no haya sido un pecado, fue un castigo. Cierto es que este proce-
so no se desarrolla en toda su furia hasta fines del siglo XVIII, época en que el
protestantismo se estaba transformando ya en escepticismo. Cierto es que mucho se podrá
decir sobre el hecho de que el puritanismo haya sido, de todo a todo, un disfraz del pa-
ganismo, y lo que empezara por ser un apetito desordenado de cosas nuevas entre la
nobleza del Renacimiento, acabara en extravagancias, como el «Club del Fuego
Infernal». Como quiera, lo primero que la Reforma produjo fue la formación de una
aristocracia nueva y extraordinariamente poderosa, y la desaparición acelerada por
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instantes de todo lo que el pueblo podía, directa o indirectamente, poseer y hacer contra
los intereses de aquella aristocracia. Toda la historia posterior lo revela así. Pero exami-
nemos la situación especial de la corona.
En realidad, el rey había venido a quedar preso entre la multitud de cortesanos que se
agolparon en torno a él al ver desgajarse la puerta. En esta carrera desenfrenada hacia la
riqueza, el rey se quedó atrás, y era incapaz de hacer nada solo. De lo cual hay pruebas
evidentes en el reinado que vino trasel caos de Eduardo VI.
María Tudor, hija de Catalina, la reina divorciada, ha recibido popularmente un
apodo nefando63. Y el prejuicio popular es mucho más digno de estudio que la sofistería
erudita. Sus enemigos se engañaron mucho respecto a su verdadero carácter, pero no en
cuanto al resultado de sus actos. No hay duda que, en cierto sentido limitado, era lo que
se llama una buena mujer, juiciosa, consciente y algo delicada. Pero tampoco hay duda de
que era una mala reina, mala para muchas cosas, y particularmente para adelantar la
causa de que estaba tan enamorada. En suma, es verdad que se propuso quemar, del
primero al último, a todos los enemigos del Papa, y que se las arregló para hacerlo. Su
fanatismo, concentrado en crueldad, y capaz, sobre todo, de concentrarse en ciertos sitios
y en corto tiempo, deja en la memoria de los hombres un recuerdo sangriento. Y éste fue
el primero de la serie de los grandes accidentes históricos que contribuyeron a desviar del
antiguo régimen, si no la opinión universal, al menos la verdadera opinión pública. El
quemadero de los tres famosos mártires de Oxford puede simbolizar este hecho ; porque
si uno de ellos, por lo menos Latimer, era un reformador del tipo más humano y robusto,
otro de ellos, Cranmer, se había portado tan cobardemente y con tan frívolo esnobismo en
los consejos de Enrique VIII, que a su lado el mismo Tomás Cromwell parece un hombre.
Pero de lo que podemos llamar la tradición de Latimer, el protestantismo sano y legítimo,
hablaremos más adelante. Por lo demás, tal vez los mártires de Oxford causaron menos
compasión y dolor, en su tiempo, que el ver morir en la hoguera a tantos hombres
fanáticos y oscuros, cuya misma ignorancia y cuya misma pobreza daban a su causa una
apariencia de popularidad mayor de la que, en efecto, tenía. Pero estos aspectos
abominables de aquel reinado todavía se destacaron más y produjeron, consciente o
inconscientemente, mayor espanto al culminar en la muerte de los mártires de Oxford,
que es un hecho determinante en aquella época de transición.
La diferencia entre la era anterior y la posterior está en que, ahora, aun en plena
monarquía católica, ya no podía la iglesia católica recobrar sus propiedades. Todo el
enigma está en que, siendo la reina María tan fanática, este acto de justicia, reclamar lo
que se debía a la Iglesia, rebasa las más extremadas fronteras del fanatismo. Todo el
carácter de la época está en que, siendo la reina María lo bastante exaltada para cometer
errores en nombre de la Iglesia, no era lo bastante audaz para reclamar los derechos de la
Iglesia. La reina se permitía arrebatar la vida a muchos hombres débiles, pero no
arrebatar a algunos poderosos sus propiedades, o, mejor dicho, las de otros. Podía castigar
la herejía, pero no el sacrilegio. Se encontraba en el caso de matar a los que no iban a la
iglesia, y dejar impunes a los que iban a robar los ornamentos de la iglesia. ¿Qué fuerza la
obligaba a esto? No ciertamente su propia actitud religiosa, que era de una sinceridad
mecánica ; tampoco la opinión pública, que simpatizaba, naturalmente, mucho más con
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María «la Sangrienta» : Bloody-Mary.
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las cosas humanas de la religión (cosas que ella no se preocupaba de restaurar), que no
con aquellas inhumanidades de la religión en que ponía ella todo su celo. La fuerza que a
tan absurdo proceder la obligaba provenía, pues, de la nueva nobleza y de la nueva
riqueza, a quien los perseguidos no querían rendirse;- y el éxito mismo de las [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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