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placer volver a ver al hijo de Dyvim Tvar. Por un momento temí que no acudieras a
mi llamada.
Las viejas diferencias quedaron olvidadas en la Batalla de Bakshaan,
cuando Dyvim Tvar, mi padre, perdió la vida al ayudarte en el asedio de la fortaleza
de Nikorn. Lamento que sólo las bestias más jóvenes estuviesen listas para ser
despertadas. Como recordarás, las otras fueron utilizadas hace apenas unos años.
Lo recuerdo dijo Elric . ¿Puedo rogarte que me hagas otro favor, Dyvim
Slorm?
¿De qué se trata?
Que me dejes montar el dragón jefe. Conozco las artes del Amo de los
Dragones y tengo buenos motivos para ir tras los bárbaros... pues no hace mucho,
nos vimos obligados a presenciar una matanza insensata, y si fuera posible, quisiera
pagarles con la misma moneda.
Dyvim Slorm asintió y bajó de su montura. La bestia se agitó, inquieta, y
retiró los labios de su hocico ahusado para mostrar unos dientes gruesos como los
brazos de un hombre, y largos como una espada. Su lengua bifurcada se movió,
veloz, y volvió la cabeza para mirar a Elric con sus fríos ojos.
Elric le cantó en la antigua lengua melnibonesa, aferró el aguijón y el Cuerno para
Dragones que le tendía Dyvim Slorm y luego, con sumo cuidado, se subió a la silla,
colocada en la base del cuello del dragón. Colocó los pies enfundados en botas en los
enormes estribos de plata.
Y ahora, vuela, hermano dragón cantó , vuela alto, muy alto, y ten
preparado tu veneno.
Oyó restallar las alas en el aire cuando la bestia comenzó a batirlas; el animal
se elevó en el encapotado cielo gris.
Los otros cuatro dragones siguieron al primero y, mientras Elric ganaba
altura haciendo sonar unas notas específicas en el cuerno, desenvainó la espada.
Siglos antes, los antepasados de Elric, montados en sus dragones, se habían
lanzado a la conquista de todo el Mundo Occidental. Entonces, las Cuevas de los
Dragones habían albergado una infinidad de estos animales. Pero eran pocos los que
habían quedado, y de esos pocos, sólo los más jóvenes habían dormido lo suficiente
como para ser despertados.
Los enormes reptiles se elevaron en el cielo ventoso; el largo pelo blanco de
Elric y su negra capa manchada volaban tras él, mientras cantaba la exultante
Canción de los Amos de los Dragones, urgiendo a las bestias a volar hacia el oeste.
Salvajes caballos del viento, seguid el rastro de las nubes,
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el impío cuerno os guía con su canto.
¡Vosotros y nosotros fuimos los primeros en la conquista,
vosotros y nosotros seremos los últimos!
Los pensamientos de amor, de paz, de venganza incluso, se perdían en aquel
vuelo intrépido sobre los cielos brillantes que cubrían la antigua Era de los Reinos
Jóvenes. Elric, orgulloso, arquetípico y desdeñoso, seguro de que hasta su sangre
imperfecta era la sangre de los Reyes Hechiceros de Melniboné, adoptó un aire
indiferente.
No poseía lealtades, ni amigos y, si se encontraba bajo el dominio del mal,
entonces se trataba de un mal puro, brillante, no contaminado por los impulsos
humanos.
Los dragones siguieron volando en lo alto hasta que allá abajo apareció la
masa negra que obstruía el paisaje, la horda de bárbaros impulsados por el miedo, la
horda que, en su ignorancia, había pretendido conquistar las tierras amadas por Elric
de Melniboné.
¡Eh, hermanos dragones..., soltad vuestro veneno..., quemadlo todo...,
quemadlo! ¡Y que vuestro fuego purifique el mundo!
Tormentosa se unió al grito salvaje que lanzaron los dragones al iniciar el
descenso en picado, para abalanzarse sobre los enloquecidos bárbaros y soltar sobre
ellos ríos de venenoso combustible que el agua no lograba apagar; el olor a carne
quemada comenzó a elevarse a través del fuego y las llamas, convirtiendo aquel
paisaje en una escena del Infierno..., y el orgulloso Elric fue el Señor de los Demonios
en busca de venganza.
El regocijo que sintió no era malsano, pues se había limitado a hacer lo que era
preciso, nada más. Dejó de gritar, obligó a su dragón a retroceder y elevarse,
haciendo sonar el cuero para llamar a los otros reptiles. A medida que subía, el regocijo
lo abandonó para dar paso a un gélido horror.
«Sigo siendo un melnibonés pensó , y no puedo deshacerme de lo que soy.
Y a pesar de toda mi fuerza, sigo siendo débil, y por eso, ante cualquier emergencia,
estoy siempre dispuesto a usar a esta maldita.» Profiriendo un grito de odio, lanzó su
espada al vacío. El acero chilló como una mujer y cayó en picado hacia la tierra lejana.
Se acabó, ya está hecho.
Después, ya más calmado, volvió al lugar donde había dejado a sus amigos
y guió al reptil hacia el suelo.
¿Dónde está la espada de tus antepasados, Rey Elric? inquirió Dyvim
Slorm.
El albino no le contestó y se limitó a agradecer a su pariente por haberle
permitido montar al dragón jefe. Volvieron todos a ocupar sus sillas, a lomos de
los reptiles, y emprendieron el vuelo de regreso hacia Karlaak para darles las
buenas nuevas.
Al ver a su señor montando en el primer dragón, Zarozinia supo que
Karlaak y el Mundo Occidental estaban a salvo, y que el Mundo Oriental había sido
vengado. Cuando se reunieron en las afueras de la ciudad, a pesar de que Elric
había adoptado una postura orgullosa, su rostro se mostraba serio y sombrío.
Zarozinia notó que volvía a sentir la pena que su amado creía ya olvidada. Corrió a
su encuentro, y él la aferró entre sus brazos, sin decir palabra.
Elric se despidió de Dyvim Slorm y de sus amigos imrryrianos y después,
seguido de cerca por Moonglum y el mensajero, entró en la ciudad, y se dirigió
luego a su casa, molesto por las congratulaciones que los ciudadanos le ofrecían.
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¿Qué te ocurre, mi señor? inquirió Zarozinia cuando lo vio echarse
sobre el gran lecho y suspirar , ¿Crees que hablar te ayudaría?
Estoy cansado de hechizos y de espadas, Zarozinia, es todo. Pero por
fin me he deshecho de una vez por todas de esa espada infernal, a la que me
creía atado por el resto de mi existencia.
¿Te refieres a Tormentosa!
¿A quién si no?
Zarozinia se quedó callada. Nada le dijo de la espada que, al parecer, por
propia voluntad, había entrado gritando en Karlaak para ir a colocarse, en la
oscuridad del arsenal, en el antiguo sitio que había ocupado.
Elric cerró los ojos e inspiró profundamente.
Que duermas bien, mi señor le dijo ella suavemente. Con ojos llorosos
y la expresión triste, se tendió a su lado. No recibió con beneplácito la mañana.
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EPILOGO
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