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el cigarrillo para
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agrandar la lumbre; después pidió un 555 y volvió a rastrillar con una lumbre inglesa y después anduvo
una hora de rodillas llevando en una mano un pucho y en otra un pedazo de salchicha. Hacía marcas
para rastrillar toda la cueva en orden pero la Chiqui no le aparecía. Después algún dormido se cansó de
que lo anduvieran pateando y moviendo de un lado a otro cada vez que al sanjuanino le tocaba hurgar
por su sitio y le avisó:
 ¡Ahí lo tenes, déjate de joder con tu gusano...!  y señaló el vasito.
Lloraba casi el sanjuanino cuando fue al vasito. Creyó que se lo tenían muerto, pero sacó la tapa y la
lombriz  bien comida le saltó a enroscársele en la mano que debía apestar a cigarrillo y él estuvo
como una hora como se habla a un perro, o a un hijo, hablándole a ella. O a él.
Y ese bicho  lombriz o lo que haya sido fue el único animal que tuvieron los pichis en tanto
tiempo.
Porque a veces bajaban un carnero al almacén, para matarlo al día siguiente, pero nadie iba a
encariñarse con un bicho que al día siguiente tendría que comer. De Rubione se dijo que antes, en el
regimiento, lo habían visto culeando ovejas y lo llamaron "ovejo" por eso, pero no es muy seguro,
porque él llegó a la isla cuando a la mayoría de las ovejas las habían vendido o las habían explotado las
minas.
Los de afuera, algunos, tuvieron perros. Perros vagos, ovejeros de estancia abandonados por los
dueños; otros criaban pichones de pingüino, se encariñaban con ellos y los iban amaestrando y se
enojaban cuando se les decía que nunca los iban a poder llevar al país porque en el cuartel
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no se los iban a permitir y porque los pingüinos no aguantan el viaje ni el calor. Se enojaban porque eso
los ponía tristes, lo que es muy triste de pensar, porque al fin, no volvieron ni los pingüinos ni la
mayoría de ellos.
Algunos oficiales tenían caballos quitados a las estancias y hasta quisieron hacer un equipo de polo,
pero esos animales de pata ancha y paso dudoso, criados para moverse entre las piedras y arriba de la
nieve, nunca les aprendieron a jugar.
Al principio se paseaban por los campos haciendo pinta arriba del caballo, mirando a los peones y
los soldaditos que tomaban mate tirados en el pasto frío, con esa misma fanfarronería que después se
les vio a los soldados ingleses, cuando ellos ya no andaban a caballo ni nada y estaban en los hospitales
con parte de enfermo por un resfrío o un esguince.
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Ya se veía venir el final, lo sentían los Reyes y los pichis más despiertos. Los otros, para eso como
para todo lo demás, no veían ni el final ni nada. Por lo que se entendía del transmisor inglés, por la luz
que ya en esos días era muy poca y más lechosa entre las nubes, y por las filas de rendidos que iban a
entregarse con un fusil ajeno cruzado en la espalda y el papelito del contrato de rendición apretado en-
tre guantes rotos, por todo eso se veía el final.
Y se veía por las bandadas de británicos bajando de helicópteros en todas partes y se veía también
adentro de la Pichicera, por el modo aburrido de fumar y de escuchar los cuentos.
Y por las pocas ganas que tenían de comer: cada día menos ganas de comer.
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Muchos se habían olvidado de pararse, comían poco y acostados y se movían agachados para salir a
mear. Se los veía afuera, en la cornisa, agachados, como si hubiera un techo de vidrio arriba,
aplastándolos mientras meaban.
Los Reyes no hablaban, veían venir el final. No sabían cómo terminaba, pero sabían que terminaba.
Era como en el cine, cuando se sabe que la función se acaba porque atrás ya andan los
acomodadores estirando las cortinas pero se desconoce cómo termina la película, quiénes mueren,
quiénes pierden, quién se casa con quién.
Y por más cosas se veía el fin. Sucedió lo del pelo: a muchos se les caía el pelo, de a mechones.
Picaba la cabeza, se rascaban y les salía como un cuerito que era un pedazo de pelo pegoteado con la
mugre del pichi. De rabia, algunos se empezaban a frotar, se les llenaban las manos de pelo y se
quedaban pelados completos ese mismo día. A pocos les quedó pelo, y se dijo que fue culpa de un
tóxico de la comida. García, opinó:
 ¡Es notable! ¡Debe ser el agua con arsénico...!  y todos le creyeron, pero después se supo que ni el
agua tenía arsénico, ni el arsénico hacía caer el pelo a la gente. Ése fue otro de los bolazos de la guerra
que, bien explicado, con vocecita de doctor, invitaba a creer.
Pero: ¿qué costaba creer ahí abajo? Pipo, Luciani, Rubione, los otros mejores y los Reyes ya veían
claro que se venía el final. ¿Para qué dudar esa vez? Los otros no: los otros estaban siempre durmiendo [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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